Y entonces pasa lo inevitable: el poder empieza a creerse su propia puesta en escena.
Porque nadie le dice la verdad al rey, sobre todo cuando el rey paga bien por los aplausos. Sus asesores le muestran gráficas ascendentes, los noticieros lo retratan como salvador, y los funcionarios se limitan a repetir la misma melodía:
—¿Qué hora es?
—La que usted diga, señor presidente.
Así se construye el espejismo.
Y no es nuevo. El pintor austriaco —de uniforme y bigotito curioso— seguía moviendo divisiones imaginarias cuando su ejército ya era polvo. Nadie se atrevía a decirle que la guerra estaba perdida. El poder absoluto tiene esa maldición: convierte la mentira en protocolo y la obediencia en virtud.
El mundo del espectáculo tampoco se salva. Michael Jackson murió convencido de que un médico sin especialidad lo mantendría joven para siempre. Steve Jobs creyó que podía derrotar al cáncer con jugos y meditación. El éxito también puede ser un tipo de locura: una que te hace creer que la realidad se dobla ante tu voluntad.
Y México, claro, también tiene su versión tropical del delirio.
“Yo tengo otros datos”
López Obrador lo entendió bien. Cada vez que las cifras lo contradecían, soltaba su frase favorita con la calma de un profeta:
—Yo tengo otros datos.
No era solo un chiste, era un método. Una forma de decir que el país real —con sus hospitales sin medicinas y banquetas que parecen hechas de mazapán— importaba menos que el país que existía en su cabeza. Lo curioso es que lo mismo pasó antes con el PRI y con el PAN: el poder no cambia de rostro, solo de eslogan.
Durante décadas hemos vivido dentro de un teatro donde el presidente es el protagonista, los gobernadores son los teloneros y los ciudadanos, el público que aplaude. El aplauso se volvió la medida del éxito. ¿Y la crítica? Una traición.
Ahí tienen a Gerardo Fernández Noroña: durante años, el grito más fuerte contra el sistema. El hombre que se enfrentaba a los poderosos con un megáfono y una rabia casi poética. Pero bastó con que le dieran asiento en el palco del poder para que el rebelde se volviera cortesano. Viajes en primera clase, justificaciones creativas, y una nueva alergia a la autocrítica.
El poder, otra vez, haciendo lo suyo: maquillando la incoherencia con discursos sobre “la patria”, “el pueblo” y “la transformación”.
El “Efecto Imbécil” —llamémosle así con cariño— no significa que nuestros líderes sean tontos. Al contrario: son listos, calculadores, encantadores. Lo que ocurre es que el poder los desconecta de la realidad. Les borra la empatía, les da la sensación de que merecen todo lo que tienen y un poco más.
La psicología social lo ha dicho hasta el cansancio: cualquiera puede caer en esa trampa. El privilegio te susurra al oído que eres especial, y de pronto te descubres creyendo que tus errores son hazañas, que tus caprichos son políticas públicas.
Pero seamos honestos: ellos no se inventan solos.
Cada seis años, millones de votantes entramos al estadio político con la camiseta puesta. Defendemos a “nuestro equipo” como si fuera un club de futbol: no importan los goles en contra ni los fraudes arbitrales, lo importante es que gane “el nuestro”. Los chairos, los fachos, los fifís, los patriotas: todos jugando al mismo juego tribal.
El problema no es solo “ellos”. Somos también nosotros, los que aplaudimos el teatro como si fuera la realidad.
