Un recinto legislativo, como la Cámara de Diputados
o en el Senado de la República, que conforman el Congreso de la Unión, son el
corazón de la soberanía popular, es el espacio donde se debaten, negocian y
aprueban las leyes que rigen la vida de toda la nación mexicana.
Por su intrínseca naturaleza, el Congreso es un
lugar para el diálogo lógico y racional, la argumentación jurídica y el
consenso político. No debe ser insultado utilizando la tribuna para el
proselitismo o la predicación religiosa. A los legisladores se les paga para
legislar, no para predicar.
La historia de México se cimienta en una lucha
constante por la separación entre el Estado y la iglesia. Este principio de
laicidad, consagrado en nuestra Constitución, no es un ataque a la fe personal,
sino el garante fundamental de la pluralidad y la igualdad. La laicidad asegura
que las leyes se basen en el interés general, la evidencia social y el bien
común, y no en “dogmas de fe” que solo representan a una parte de la población.
Cuando un legislador utiliza su posición o la
tribuna para citar pasajes bíblicos como “argumento legal”, o para invocar a
una deidad en el ejercicio de su función pública, cruza una peligrosa línea
roja. Esta acción no solo es una falta de respeto al orden constitucional, sino
que implica un peligroso intento de imponer una “moral” sesgada y tendenciosa a
un colectivo diverso.
El Congreso es para Legislar, el trabajo de un
representante es crear marcos jurídicos, aprobar presupuestos, fiscalizar al
Ejecutivo y representar a sus electores. Estas tareas exigen rigor técnico,
conocimiento de la realidad social y compromiso con la justicia terrenal.
La religión es del ámbito privado, la fe es un
derecho humano inalienable y una fuente de consuelo y “guía moral” para
millones de mexicanos, aunque su ética sea dudosa. Su lugar legítimo y natural
está en el hogar, en la conciencia individual y en los templos. Es allí donde
su práctica y difusión son libres y respetadas.
México es un mosaico de creencias, y también de
personas sin ninguna afiliación religiosa. Permitir que la religión impregne el
debate legislativo socava el principio de inclusión y pone en desventaja a
aquellos que no comparten la fe dominante. Las decisiones de Estado, como el
matrimonio, la salud pública o la educación, deben ser seculares para ser
verdaderamente universales.
La obligación de nuestros senadores y diputados muy
grande, no solo deben cumplir con la ley, sino también ser ejemplo de su
respeto. La laicidad no es una opción; es un mandato constitucional y una
premisa democrática innegociable. Y si a eso vamos, recordemos que la religión
no es democracia, es imposición. Seamos honestos y francos, la libertad religiosa
y de expresión tienen límites, y se tienen que limitar en ese sitio, pues no es
lugar para eso.
El mensaje debe ser claro y contundente, los
legisladores son representantes del pueblo, no pastores ni sacerdotes. Dejemos
que la ley hable con la voz de la razón; y que la fe “ilumine”, si así lo
deciden, la vida privada de cada ciudadano, fuera del Congreso de la Unión. El
futuro de la legislación mexicana depende de que mantengamos, inquebrantable,
esta fundamental separación.
Nadie tiene porque respetar tus creencias si haces
mal uso de ellas.
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