México vs. Perú vs. Halloween: La Verdadera Guerra del Aguacate y los Muertos



Yo vengo de Sinaloa, donde la vida y la muerte tenían horarios de oficina, como en una tragedia griega dirigida por un burócrata. El 31 de octubre era para los sustos baratos y los dulces de plástico; el 1 y 2 de noviembre, para lavar tumbas con la solemnidad de un ritual prehispánico… pero patrocinado por Coca-Cola y Cervecería Pacífico. Ahí, los muertos descansaban en paz, y nosotros, los vivos, en pedacitos, sin preguntarnos si éramos culturalmente puros o unos vendepatrias por pedir Halloween.

Luego llegué a la capital del asfalto y del smog, y descubrí que aquí la guerra cultural no es una batalla, sino un performance de danza contemporánea. El 31 de octubre es el Voldemort de las fiestas: “el que no debe ser nombrado”, por miedo a que el fantasma de los Estados Unidos te robe el alma y la receta del mole. Pero los mismos que se escandalizan por un disfraz de calabaza el 31, el 1 de noviembre ya tienen la casa llena de velas y papel picado. En la Ciudad de México, la contradicción no se esconde: se celebra con mezcal.

Ustedes, habitantes de esta ciudad, saben de lo que hablo. Han sentido el vértigo existencial de comprar un pan de muerto el 31 por pura gula, sabiendo que con cada mordida están traicionando a la patria. En el norte, eso lo teníamos más claro —o eso quiero creer, con la nostalgia mentirosa de los recuerdos—. Allá el panteón era un sitio de recogimiento, no un after con mariachi y veladoras. Ibas, limpiabas la lápida de la abuela y te ibas. Punto. Un acto de fe sin hashtag.

Aquí, en cambio, todo se convierte en campo de batalla simbólico. Hasta el calendario. El Día de Muertos se ha vuelto un statement político, una trinchera desde donde gritarle al mundo: “¡México existe, carajo! Y es más folclórico que un alebrije de mil colores.” Y así nace nuestro superpoder nacional más curioso: la capacidad de patrimonializarlo todo, desde la flor de cempasúchil hasta el desfile que inventó la película de James Bond. Es nuestro. Como los fracasos amorosos que analizamos con categorías freudianas, pero que siempre terminan como una telenovela de las tres: con alguien llorando y una deuda en Coppel.

Nos encanta disfrazarnos de lo que no somos. Nos fascina la fiesta, el dulce y el drama. ¿Halloween es importado? Claro. Como el cerdo para los tamales, el arroz de guarnición y la propia noción del infierno. Lo que debería darnos miedo no es el fantasma del imperialismo cultural, sino esa otra sombra más tenebrosa: perder la capacidad de reírnos de nosotros mismos, de tanto proteger una identidad que, al final, es tan sólida como un castillo de arena en Acapulco.