Podcast: La Casa de las Gemelas en el Ajusco. Entre leyendas y realidad


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Me habían retado a pasar la noche en las famosas Casas de las Gemelas (sí, con “de las”, porque alguien decidió rebautizar así a unas casas casi idénticas, y, de paso, inventarse la historia de que ahí murieron unas niñas. Leyenda urbana sin rigor, pero pegajosa). La realidad es mucho menos hollywoodense: se trata de dos construcciones a medio terminar, probablemente de algún político con ansias de apropiarse de tierras dentro de un área natural protegida. México resumido en dos casas: el capricho de alguien con poder y el abandono que lo siguió.

La primera impresión que tuve de ese lugar es que, en efecto, da para echar a volar la imaginación. Parece una escenografía postapocalíptica. Son un par de construcciones tatuadas con grafittis. Y luego la neblina. Esa neblina espesa del Ajusco que hace que hasta tu propia sombra te dé desconfianza. Respirábamos y de nuestras bocas salía humo como si fuéramos locomotoras. Muros húmedos, ventanas desnudas y ese aire de promesa sin cumplir.

La experiencia me dejó una certeza: lo sobrenatural no es solo cuestión de fantasmas, sino de cultura, de miedos íntimos que cada uno arrastra en silencio. Recuerdo cómo mis compañeros señalaban figuras en los videos, juraban escuchar susurros que yo, por más que afinara el oído, nunca encontré. Lo que para ellos era un espectro, para mí era apenas un juego de luces y sombras. Y, sin embargo, no había burla en mi mirada. Porque entendí que cada quien carga a sus propios fantasmas: algunos los proyectan en fotos borrosas, otros en los sueños de la infancia, otros… en las elecciones que han marcado su vida.

Casas Gemelas del Ajusco

Y claro, circula un video —obviamente un fake— donde se ven dos supuestas niñas asomándose al mismo tiempo detrás de una puerta. Un truco barato, repetido, de esos que algunos creadores de contenido fabrican con gusto porque saben que lo paranormal vende. Y vaya que vende. Porque seamos sinceros: “aquí rondan las gemelas fantasmas” suena mucho mejor que “aquí un señor trató de colarse en el Registro Público de la Propiedad”. Así se las gastan: maquillan ruinas con espectros, disfrazan el abandono de misterio, convierten el urbanismo ilegal en folclor del más allá.

Así funciona la imaginación colectiva: si no hay espectros, los inventamos. Es como cuando alguien dice: “en la casa de al lado hay fantasmas”, pero no hay casa… ¿qué hacemos? Pues construimos una y ya, ¡para que tengan dónde vivir los pobres fantasmas que nos hemos inventado!

La caminata inicial fue exploratoria: asegurarnos de que no hubiera vagabundos, otros urbex o el clásico tlacuache que se siente dueño de la propiedad. Luego montamos campamento, cenamos bajo la lluvia, platicamos, y al final nos retiramos un rato a refugiarnos en las tiendas de campaña. La cena fue tal y como podrías soñarla: chorizo, carne asada (sin sal, porque Abi la olvidó), pepinos (también sin sal), salsita picosa (esa nunca falla), y café descafeinado ¿por qué? Ni idea. Alguien debió pensar: "¡Arriesguémonos a lo desconocido, pero con prudencia!" Pero en medio de esa humedad y neblina que lo envolvía todo —hasta los errores culinarios—, aquello se sentía como un banquete de gala. Y como suele pasar en estas expediciones de alto riesgo estomacal, lo importante no era la comida, sino la sobremesa. Esa hora incierta en la que, entre anécdotas y exageraciones, uno termina por no saber si lo que escucha es un relato verídico o el guion de una película de terror filmada con el presupuesto de una Coquita y dos bolsas de Sabritones.
 
La Casa al amanecer

Hablamos de exploraciones anteriores. Recordé aquella vez que me llevaron a buscar una “cueva embrujada”. Supuestamente, ahí vivía el diablo, o al menos eso decía la leyenda. Y sí, vimos algo. Si no hubiéramos tenido la paciencia de quedarnos quietos, hubiera jurado que vi un fantasma. Pero no. Era humedad en la pared, mezclada con guano de murciélago. Una hermosa pareidolia: la silueta perfecta de un soldado colonial, con sombrero ancho, pantalones bombachos, botas y una espada al cinto. Tan claro que hasta me dieron ganas de pedirle que nos contara cómo le fue en el virreinato.

Entre broma y broma, fueron saliendo más historias. Algunos sacaron videos de ruidos extraños captados en otras exploraciones: puertas que rechinan solas, pasos en pasillos desiertos, voces que parecen colarse entre los muros. Otros hablaban de lo que no lograron grabar, anécdotas medio vagas, medio fantásticas. Había relatos que no sabía si clasificar como pesadillas, simples recuerdos distorsionados o historias inventadas para darle sabor a la noche.

Y en medio de esas conversaciones me cayó el veinte: estas aventuras no son para cualquiera. No porque se necesite valor de película, sino porque hay que tener la paciencia de enfrentarse al silencio y al miedo sin reírse demasiado pronto. Más de uno podría salir corriendo en la primera sombra extraña. El detalle es: ¿a dónde corres en medio de la montaña, de noche y con neblina? No hay Uber que suba hasta allá.

Los tipos —mujeres y hombres— con los que me junto en estas locuras son duros, curtidos. Se podría decir que ya no buscan fantasmas: buscan adrenalina. Están tan acostumbrados a la incertidumbre que pareciera que la necesitan para sentirse vivos. Casi podría decirse que son adictos a las emociones fuertes, pero no de las que se compran en Six Flags, sino de esas que te cuestan raspones, frío y la sospecha de que tal vez, solo tal vez, no estás tan solo en la oscuridad como creías.

Nuestro campamento en Las Casas de las Gemelas

Más tarde, cuando el resto de la banda llegó, volvimos a entrar a oscuras, como si buscáramos confirmar que la historia daba para más. Encontramos no dos, sino cinco o seis casas abandonadas en el área, todas igual de llenas de arañas y alacranes que parecían haber comprado acciones en el terreno.

Aquí me detengo para dar un consejo práctico: si algún día se les ocurre meterse a una casa embrujada, llévense más que valor. Vayan en grupo, de preferencia con alguien que sepa qué hacer si los muerde un bicho o si se les cae encima una viga. No confíen en que la Virgen va a detener la cascada de piedras, porque la Virgen tiene mejores cosas que hacer.

La experiencia me dejó una certeza: lo sobrenatural no es solo cuestión de fantasmas, sino de cultura, de miedos íntimos que cada uno arrastra en silencio. Recuerdo cómo mis compañeros señalaban figuras en los videos, juraban escuchar susurros que yo, por más que afinara el oído, nunca encontré. Lo que para ellos era un espectro, para mí era apenas un juego de luces y sombras. Y, sin embargo, no había burla en mi mirada. Porque entendí que cada quien carga a sus propios fantasmas: algunos los proyectan en fotos borrosas, otros en los sueños de la infancia, otros… en las decisiones que han marcado su vida.

Y ahí estaba lo que de verdad importaba: no comprobar si existían unas gemelas espectrales, sino vivir esa aventura juntos. Escuchar las historias que cada quien inventaba o recordaba, acompañarlos en ese ritual extraño donde el miedo se mezcla con la risa, con la complicidad. Porque al final, lo que uno se lleva de esas noches no son pruebas de lo paranormal, sino la certeza de haber sido parte de la locura de alguien más.

Mientras seguía caminando, con los crujidos de la madera bajo mis pies y la lluvia golpeando el techo como un tambor lejano, me descubrí pensando: tal vez lo verdaderamente encantado no son las casas, sino nosotros mismos, empeñados en creer que todavía queda misterio en medio de tanto abandono. Y entonces me golpeó otra idea, más inquietante: quizá lo aterrador no son las casas vacías que visitamos, sino las otras, invisibles, que existen en cada ciudad. Esas que esperan, silenciosas, a que alguien se atreva a mirarlas de frente.