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Eva García de Joaquín parecía ser solo la matriarca de una dinastía religiosa. Pero la realidad era más turbia: no era la señora que organiza el rosario de los jueves, sino la ingeniera de una maquinaria de control disfrazada de fe. Según las acusaciones, coordinaba viajes, acomodaba víctimas y borraba rastros incómodos como quien pasa el trapeador antes de recibir visitas. No solo facilitaba los abusos; también los legitimaba desde la autoridad moral de ser “la madre del apóstol”.
Sharim Guzmán, exmiembro de La Luz del Mundo y hoy voz de víctimas, lo resumió con frialdad: el arresto de Eva “se esperaba desde hacía años”. Y agregó algo más inquietante: aún faltan cabezas del clan por caer. Porque detrás del altar siempre hay alguien que todavía no ha sentido el filo de la justicia.
La Luz del Mundo presume tener cinco millones de seguidores en cincuenta países. Medio planeta creyendo en la palabra de su “apóstol”. Un imperio de fe que hace ver a los tele-evangelistas gringos como improvisados vendedores de veladoras.
Pero, ¡oh sorpresa!, la salvación eterna resultó ser solo el gancho de supermercado. El verdadero negocio era un combo de lujos, manipulación y tráfico humano. Para los fieles: castidad y humildad. Para la cúpula: jets privados, menores de edad servidos como canapés y cumpleaños de película en el mismísimo Palacio de Bellas Artes. Sí, el “apóstol” Naasón celebró ahí sus 50 años, con políticos de Morena incluidos en la lista VIP. Una postal que explica mejor que cualquier manual la palabra “impunidad”.
El modelo era tan afinado que hasta un cártel se tomaría notas. Mientras a las mujeres se les regañaba por usar escote, los líderes organizaban orgías disfrazadas de rituales. Mientras la hermana pobre juntaba para el diezmo, los Joaquín viajaban en primera clase. Y como buen negocio familiar, había papeles para todos: el hijo, el sobrino, el primo. Joram Núñez Joaquín, por ejemplo, fue detenido en Chicago. Otros tres andan prófugos en México, donde esconderse es tan fácil como ponerse un bigote falso y cambiarse de colonia.
El Departamento de Justicia de EE.UU., con menos paciencia que cualquier ministerio público mexicano, fue directo: la iglesia era el vehículo. Una fachada para traficar cuerpos, dinero y silencios. Si la Hermosa Provincia fuera un centro comercial, su anuncio diría: “Se venden milagros, incluye kit para obstrucción de la justicia. No incluye moralidad”.
Lo más grotesco no está en los lujos, ni siquiera en los crímenes, sino en el contraste. Allá, en Estados Unidos, la maquinaria legal se mueve. Aquí, en México, apenas un bostezo burocrático. Mientras las víctimas gritaban, aquí sonaban los aplausos, las fotos oficiales y las bendiciones políticas.
La paradoja es de antología: una iglesia acusada de tráfico sexual cuyos representantes han buscado y hasta ocupado cargos judiciales. Jueces y políticos abrazados con un “apóstol” que hoy purga condena por abuso sexual de menores. ¿Qué más falta? ¿Una misa en la Suprema Corte?
Y mientras tanto, la iglesia sigue sólida, con templos llenos, himnos sonando y millones de fieles que defienden lo indefendible. Porque, al final, es más fácil creer en un hombre que en un ministerio público eficiente.
La historia de La Luz del Mundo y los Joaquín no es solo la de una secta disfrazada de religión. Es también un espejo incómodo para nuestro país: el país donde los derechos se celebran en discursos, pero se traicionan en los hechos; donde la fe y el crimen se toman de la mano, y el Estado sonríe para la foto.
Quizá Shakespeare se habría negado a escribir una tragedia tan obvia. Pero aquí estamos, aplaudiendo como extras en una obra barata, esperando a que el FBI venga a ordenar la función.
Sharim Guzmán, exmiembro de La Luz del Mundo y hoy voz de víctimas, lo resumió con frialdad: el arresto de Eva “se esperaba desde hacía años”. Y agregó algo más inquietante: aún faltan cabezas del clan por caer. Porque detrás del altar siempre hay alguien que todavía no ha sentido el filo de la justicia.
La Luz del Mundo presume tener cinco millones de seguidores en cincuenta países. Medio planeta creyendo en la palabra de su “apóstol”. Un imperio de fe que hace ver a los tele-evangelistas gringos como improvisados vendedores de veladoras.
Pero, ¡oh sorpresa!, la salvación eterna resultó ser solo el gancho de supermercado. El verdadero negocio era un combo de lujos, manipulación y tráfico humano. Para los fieles: castidad y humildad. Para la cúpula: jets privados, menores de edad servidos como canapés y cumpleaños de película en el mismísimo Palacio de Bellas Artes. Sí, el “apóstol” Naasón celebró ahí sus 50 años, con políticos de Morena incluidos en la lista VIP. Una postal que explica mejor que cualquier manual la palabra “impunidad”.
El modelo era tan afinado que hasta un cártel se tomaría notas. Mientras a las mujeres se les regañaba por usar escote, los líderes organizaban orgías disfrazadas de rituales. Mientras la hermana pobre juntaba para el diezmo, los Joaquín viajaban en primera clase. Y como buen negocio familiar, había papeles para todos: el hijo, el sobrino, el primo. Joram Núñez Joaquín, por ejemplo, fue detenido en Chicago. Otros tres andan prófugos en México, donde esconderse es tan fácil como ponerse un bigote falso y cambiarse de colonia.
El Departamento de Justicia de EE.UU., con menos paciencia que cualquier ministerio público mexicano, fue directo: la iglesia era el vehículo. Una fachada para traficar cuerpos, dinero y silencios. Si la Hermosa Provincia fuera un centro comercial, su anuncio diría: “Se venden milagros, incluye kit para obstrucción de la justicia. No incluye moralidad”.
La paradoja mexicana
Lo más grotesco no está en los lujos, ni siquiera en los crímenes, sino en el contraste. Allá, en Estados Unidos, la maquinaria legal se mueve. Aquí, en México, apenas un bostezo burocrático. Mientras las víctimas gritaban, aquí sonaban los aplausos, las fotos oficiales y las bendiciones políticas.
La paradoja es de antología: una iglesia acusada de tráfico sexual cuyos representantes han buscado y hasta ocupado cargos judiciales. Jueces y políticos abrazados con un “apóstol” que hoy purga condena por abuso sexual de menores. ¿Qué más falta? ¿Una misa en la Suprema Corte?
Y mientras tanto, la iglesia sigue sólida, con templos llenos, himnos sonando y millones de fieles que defienden lo indefendible. Porque, al final, es más fácil creer en un hombre que en un ministerio público eficiente.
La historia de La Luz del Mundo y los Joaquín no es solo la de una secta disfrazada de religión. Es también un espejo incómodo para nuestro país: el país donde los derechos se celebran en discursos, pero se traicionan en los hechos; donde la fe y el crimen se toman de la mano, y el Estado sonríe para la foto.
Quizá Shakespeare se habría negado a escribir una tragedia tan obvia. Pero aquí estamos, aplaudiendo como extras en una obra barata, esperando a que el FBI venga a ordenar la función.