Javier Bardem: un hereje en la alfombra roja

 


Javier Bardem no cree en Dios. Cree en el cine, en su madre Pilar, en la dignidad de los trabajadores, en los orgasmos bien actuados y en que a los curas se les debe mirar con el mismo recelo que a los banqueros. Es, como diría algún funcionario de ultratumba en el Ministerio del Interior franquista, “un elemento perturbador”. Pero no un perturbador de esos que lanzan cócteles molotov en los setenta y luego terminan como tertulianos en la COPE. Bardem molesta porque existe sin pedir permiso.

Mientras Hollywood se arrodilla ante dioses de plató y alfombra, él pasea su ateísmo como si llevara una cicatriz de infancia: visible, indeleble y orgullosa. “Siempre he dicho que no creo en Dios, creo en Al Pacino”, soltó en 2010 con la naturalidad de quien confiesa una filiación estética más que una negación teológica. La frase hizo temblar a beatos y cinéfilos por igual. Y no era una boutade: era una profesión de fe, pero con fotogramas en lugar de hostias.

Nacido en 1969, año de Apolo 11 y de Franco vivo, su biografía es un oxímoron ibérico: hijo de una familia de artistas en una España que aún rezaba en voz alta y torturaba en sótanos. Su adolescencia no la pasó en catequesis sino en los pasillos de Televisión Española, alimentado por mujeres fuertes, ideas de izquierda y la certeza de que la fe no es más que otra forma de servidumbre voluntaria. Lo suyo no fue una epifanía, sino una educación: a Bardem lo hicieron ateo las injusticias del mundo, no una lectura de Nietzsche.

Pero hay más matices. Aunque niega a Dios con la contundencia de un actor en primer plano, en entrevistas recientes se ha descrito como “profundamente agnóstico”. No cree en la religión organizada, pero a veces, dice, ha sentido “que hay algo más grande que nos domina”. Eso sí, su fe está en otro lado: “Yo estoy aquí para ti, tú estás ahí para mí, y será mejor que hagamos esto juntos, porque si no, no lo conseguiremos.” Dios no está en el cielo, está —si acaso— en la empatía.

Ha interpretado asesinos, santos laicos y monstruos con peinados ridículos —No Country for Old Men es, en muchos sentidos, una misa negra donde Bardem lleva la comunión de la violencia. Pero incluso en sus papeles más oscuros, hay algo que lo redime: una humanidad rota, contradictoria, intensa. No es casual que uno de sus personajes más tiernos, en Mar adentro, retrate a un hombre que quiere morir con dignidad, que exige su derecho a no creer ni en el sufrimiento redentor ni en milagros de última hora. La eutanasia como un acto de ateísmo radical: vivir sin dios, morir sin permiso.



En un país como España, donde el catolicismo es más herencia fiscal que vocación espiritual, Bardem ha sido una voz incómoda. En 2005, cuando se legalizó el matrimonio igualitario, soltó otra joya: “Si fuera homosexual, me casaría mañana, solo para joder a la Iglesia.” El comentario no es solo un guiño provocador, es un gesto de guerra cultural en un país que arrastra el peso muerto del nacionalcatolicismo como quien arrastra el féretro de un abuelo franquista.

Lo han llamado arrogante, comunista, exagerado. Y quizás lo sea. Pero en un mundo donde la tibieza es el nuevo opio del pueblo, la arrogancia de Bardem es un soplo de realidad. Su ateísmo no es solo una postura espiritual: es una declaración política. Una forma de plantarse ante el poder —divino o terrenal— con la insolencia de quien ha leído a Camus en voz alta. Mientras otros se arrodillan por un contrato o una alfombra roja, Bardem parece decir: “No gracias, yo ya tengo madre y conciencia.”

Su legado no está en premios ni taquillas, sino en esa incómoda lucidez con la que se ha negado a actuar fuera de cámara. Javier Bardem es el tipo de hereje que nos urge en estos tiempos: un descreído con brújula ética, un artista que no se esconde detrás de personajes, sino que los usa como espejos rotos. Cuando habla de religión, no hay odio, hay inteligencia. Y cuando habla de política, no hay neutralidad, hay fuego.

No se trata de santificar a Bardem —él mismo se reiría de la idea—, sino de entender por qué incomoda tanto. En un mundo donde la fe se compra en supermercados ideológicos, su ateísmo es un acto de resistencia. Como si nos dijera: “La verdad no necesita cielos ni infiernos. Solo valor”.