En una plaza de San Pedro saturada de siglos y visitantes, donde las sombras se doblan bajo el peso del incienso, un nuevo papa apareció al mundo: León XIV. Nacido como Robert Francis Prevost Martínez en Chicago, con sangre latina en las venas y un castellano aprendido en la selva y el barro del Perú profundo, su elección en mayo de 2025 marcó un giro simbólico que el Vaticano vende como "universalidad", pero que, desde el ojo crítico, podría verse más como una estrategia diplomática, casi geopolítica: América del Norte con sotana andina.
Pero ¿quién es este hombre que sonríe en varios idiomas y predica la paz mientras habita la cabeza de una institución que aún no ha hecho las paces con el cuerpo de la ciencia, el alma del feminismo ni los amores no normativos?
La historia oficial lo perfila como un polímata clerical. Matemático, teólogo, políglota. Con doctorado en Derecho Canónico y experiencia como misionero en Trujillo, Perú, su biografía podría servir para una hagiografía escolar: un hombre de fe con vocación de servicio, que ascendió por los pasillos curiales sin mancharse en los escándalos. Un modelo de clericalismo limpio. Un tecnócrata de Dios.
Pero la mirada escéptica no puede evitar ver la otra cara del ídolo: la de un burócrata religioso que ha hecho carrera —y poder— desde la estructura vertical y opaca de una institución cuya relación con la verdad, la libertad y el conocimiento ha sido, cuando menos, problemática.
La paradoja del misionero
Prevost llegó al Perú en los años ochenta, cuando el país sangraba entre la violencia de Sendero Luminoso y la represión estatal. Desde entonces vivió más de tres décadas allí. Fundó parroquias, enseñó moral y patrística, y ayudó a formar a generaciones de sacerdotes. Algunos lo describen como cercano, austero, capaz de escuchar. Pero también como un hombre disciplinado, que jamás desentonó con Roma.
Mientras el mundo exigía una Iglesia que reconociera los derechos sexuales y reproductivos, que protegiera a los niños de sus propios lobos, que abriera las puertas a las mujeres y a la ciencia, Prevost fue el curador de la tradición. Sin estridencias, pero con fidelidad inquebrantable.
El papa que amó las estructuras
Su trayectoria como prefecto del Dicasterio para los Obispos —una suerte de ministerio del Interior vaticano— habla por sí sola: fue el hombre que evaluó y eligió a cientos de obispos en el mundo. Fue él quien delineó el perfil moral e ideológico del episcopado del siglo XXI: hombres "pastorales", sí, pero también funcionales al modelo institucional. Ninguna reforma verdadera nace del control de las jerarquías.
Y sin embargo, se presenta como progresista.
En el actual juego simbólico del Vaticano, basta con no condenar abiertamente a los homosexuales o con recibir a indígenas con tocados de plumas en el Vaticano para ser aplaudido como renovador. El marketing espiritual del siglo XXI se construye con gestos, no con cambios doctrinales.