¿La Sábana Santa revela algo nuevo… o recicla viejas ilusiones?


 Han pasado los años y la imagen del sudario regresa, esta vez en forma de PDF en ResearchGate. El autor: Giulio Fanti, ingeniero mecánico —no médico ni hematólogo—, profesor en la Universidad de Padua y conocido defensor de la autenticidad del sudario. Sus teorías orbitan entre la ciencia y el dogma: sostiene que la imagen fue generada por una fuente de energía desconocida, algo similar a un "destello eléctrico", y en otras publicaciones incluso lo ha vinculado con el "Fuego Santo de Jerusalén".

El nuevo artículo promete “nuevas evidencias” sobre sangre y tortura. Pero al leerlo, uno se encuentra con algo más parecido a un remix que a un hallazgo. Habla de análisis macroscópico y microscópico, aunque no queda claro si hubo experimentos recientes o solo reinterpretación de estudios pasados. Sugiere la presencia de creatinina, fibrina, líquido pulmonar, fluorescencia y “actividad beta”, e incluso pretende distinguir entre sangre pre y post mortem. Todo muy específico, pero no se presentan nuevas pruebas verificables. Solo inferencias, reinterpretaciones. Fe armada con lenguaje técnico.

Y es aquí donde las alarmas científicas empiezan a sonar: las investigaciones de Fanti han sido fuertemente criticadas por falta de rigor metodológico y por un evidente sesgo religioso. Ignora o minimiza estudios clave como el análisis de radiocarbono de 1988, realizado por tres laboratorios independientes, que fechó el sudario entre 1260 y 1390 d.C. Tampoco confronta estudios hematológicos que demuestran que las manchas supuestamente “de sangre” no se comportan como sangre real: no contienen suero, tienen una composición inorgánica y sus patrones no siguen el flujo natural de un cuerpo humano. Algunos análisis forenses concluyen que las marcas parecen pintadas o aplicadas de forma artificial.

Entonces, ¿qué es lo que vemos? ¿Un testimonio del dolor divino? ¿Una fotografía sobrenatural? ¿O la reliquia más sofisticada del medieval marketing cristiano?

Porque hay algo profundamente humano —y profundamente revelador— en este impulso de buscar con microscopios lo que se había creído por siglos sin pruebas. Es como si la fe, tambaleante, necesitara que Dios dejara una firma con su tipo de sangre. Como si la duda moderna solo pudiera aplacarse con una gota de hemoglobina.

Pero convertir la fe en expediente forense es una trampa. Porque si Dios necesita un laboratorio para existir, entonces ya perdió.

Hoy, cuando veo esa imagen —ya no sobre tela, sino proyectada en la pantalla de mi computadora con zoom al 400%—, no me genera escepticismo ni devoción, sino una ternura extraña. Ternura por el niño que creyó. Ternura por los adultos que siguen creyendo. Y ternura, también, por los científicos que insisten en encontrar un milagro bajo el microscopio.