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Había una vez un excongresista republicano que juraba tener la verdad entre manos como si fuera el Santo Grial... pero sin Indiana Jones, sin pergamino, y sin pruebas. Solo él, su corbata patriótica y una teoría que sonaba más a serie de Netflix que a sesión del Capitolio.
Curt Weldon no es un nombre que haga temblar la tierra, ni siquiera el Congreso. Pero para los más conspiranoicos —y para Tucker Carlson, que tiene la extraña habilidad de convertir cualquier afirmación sin evidencia en un escándalo nacional—, Weldon es un profeta moderno. Uno que asegura haber descubierto que el 11 de septiembre fue “una gran mentira”. ¿Lo dijo en un sótano húmedo lleno de mapas con hilos rojos? No, lo dijo en horario estelar, claro que sí. El prime time de las teorías que se venden como verdades reveladas.
Pero, ¿cómo llegamos aquí?
La escena detrás de la cortina
Imagina esto: una mañana cualquiera, el 11 de septiembre de 2001. El cielo de Manhattan es tan claro que parece recién lavado por los dioses. Y de pronto, el horror. Dos aviones, las Torres, la historia partida en dos como una galleta que no quería quebrarse. Lo que vino después ya lo conocemos: guerras, paranoia, aeropuertos con seguridad que revisa hasta tus sueños, y un gobierno que juró transparencia mientras clasificaba documentos más rápido que TikToks virales.
Veinte años después, entra Curt Weldon en escena. No con una capa, sino con un archivo. Asegura que los atacantes estaban en la nómina de la CIA. Que Osama bin Laden fue atendido en Irán como si fuera un huésped VIP del Hotel Transilvania. Y que hubo un esfuerzo sistemático por encubrir la verdad.
¿Y las pruebas? Bueno... ahí es donde la historia empieza a parecerse más a un chiste: “¿Y si los terroristas eran parte de la CIA?... suena loco, ¿no? Pues más loco es que alguien lo diga en cámara y sin mostrar un solo papel.”
Rep. Curt Weldon Tried to Prevent 9-11, and The U.S. Government Shut Him Down pic.twitter.com/5vAzCT4lQJ
— Tucker Carlson Network (@TCNetwork) April 15, 2025
El expediente invisible
Weldon, veterano del Congreso y miembro de comités de defensa, se hizo célebre (o infame) por sus coqueteos con Rusia y Corea del Norte, pero sobre todo, por su cruzada con el programa Able Danger, una operación de inteligencia que —según él— ya tenía fichado a Mohamed Atta antes del 11-S. Y como en toda buena historia de intriga, dijo que lo ignoraron. Que lo callaron. Que el sistema prefirió hacerle ghosting. Ni una llamada, ni un "gracias por tu aportación, Curt".
Pero cuando el Senado, el Pentágono y hasta su propia sombra revisaron los archivos, encontraron... nada. Como cuando buscas en Google Maps un restaurante que recuerdas de la infancia y te aparece un Oxxo. Cientos de documentos revisados. Entrevistas. Investigación formal. Resultado: ni rastro de la gran revelación.
Y sin embargo, ahí está él, en el set de Carlson, lanzando verdades como si fuera comediante de stand-up sin guion: “Los secuestradores eran agentes. Bin Laden estaba en Irán. Todo fue un show.”
Uno pensaría que en algún momento aparecería un PowerPoint, un PDF, algo. Pero nada. Solo su palabra, la nostalgia post-congresista y esa cara de “yo sé cosas que ustedes no saben” que suelen tener los malacopa que te cuentan historias de ovnis en la cena de Navidad.
La duda como espectáculo
Ahora, no se trata de negar que el gobierno estadounidense haya mentido. De hecho, si la mentira fuera deporte olímpico, Washington tendría más medallas que Phelps. La CIA, el FBI, y hasta el INS han protagonizado encubrimientos de antología: desde la guerra en Irak hasta los experimentos con LSD. Pero una cosa es desconfiar y otra muy distinta es gritar “¡encubrimiento!” como si fuera un eslogan de campaña, sin ofrecer más que nostalgia y anécdotas.
Porque, seamos sinceros: si todo lo que necesitas para demoler la historia oficial es “haber sido congresista” y “tener amigos que te contaron cosas”, entonces Noroña, el presidente de la Cámara de Senadores de México, también podría ser testigo clave del asesinato de JFK.
Y aquí entra el humor negro, la ironía más agria: vivimos en un tiempo en el que la verdad necesita pruebas, pero las mentiras solo necesitan likes. Porque si algo nos enseñó el 11-S —además del arte de quitarnos los zapatos en los aeropuertos— es que el miedo vende. Y si le pones un poco de indignación patriótica, se convierte en blockbuster.
¿Y si la verdad también fue secuestrada?
Tal vez la pregunta no es si Curt Weldon tiene razón o si está buscando relevancia perdida. Tal vez la pregunta es más incómoda: ¿cuántas verdades no sabremos nunca porque el ruido se comió el silencio?
El 11 de septiembre fue una herida colectiva, pero también un parteaguas donde la verdad se volvió una moneda en subasta. Todos quieren decir que la tienen. Nadie quiere pagar por demostrarlo.
Y ahí queda la imagen final: un excongresista frente a una cámara, afirmando cosas que suenan tan espectaculares como infundadas. Detrás de él, un archivo vacío. Frente a él, millones de espectadores, entre crédulos, enfurecidos o simplemente aburridos.
Y tú, que leíste hasta aquí, te quedarás con una pregunta zumbando como dron en la cabeza:
¿Y si el mayor encubrimiento no fue lo que nos ocultaron, sino lo que quisimos creer?