Sydney Sweeney: "¿Genes o jeans? Crónica de una polémica que no era pero fue




La campaña no es brillante. Es una más del manual: usar el cuerpo de una mujer atractiva, meter un juego de palabras y apelar al, digamos, inconsciente colectivo que asocia “buena genética” con “belleza normativa”. En inglés, "jeans" y "genes" suenan igual. Doble sentido listo para vender. ¿Qué podría salir mal?

Pero es que el doble sentido, como las dobles intenciones, no vive solo en quien lo emite. Vive también en quien lo recibe. Y vivimos en tiempos hipersensibles, donde cualquier guiño puede convertirse en grito. Basta que alguien diga “eso suena a eugenesia”, y el mundo arde.

¿Es paranoia? ¿O es una lucidez dolorosa que detecta lo que otros prefieren ignorar?

No quiero hablar desde la interpretación de la campaña, eso ya lo hicieron otros, quiero quedarme con lo que hay ahí y esta vez, dejaré el debate abierto, aunque no sin antes bajar las cartas.

Y como siempre, llegó la caballería del absurdo. Ted Cruz, ese experto en encender incendios para luego vender extintores, dijo que “la izquierda lunática odia a las mujeres bellas”. Como si criticar un eslogan ambiguo fuera lo mismo que quemar una pintura del Renacimiento. Es el equivalente político a ese tío que grita “¡ya no se puede decir nada!” porque alguien le pidió que dejara de decirle “flaca” a la mesera.

¿La izquierda lunática? ¿Por cuestionar un eslogan ambiguo?

¿La derecha histérica? ¿Por convertir una campaña de pantalones en símbolo de libertad genética?

No sabemos si estamos en TikTok o en una convención de teorías conspirativas.

La genética como fetiche y como excusa

Yo de niño pensaba que los genes eran como superpoderes. Los buenos te daban velocidad, belleza, talento para las matemáticas o el mismo lunar que tu abuelita. Los malos, bueno, te dejaban pelón a los treinta. Pero nadie me explicó que la idea de “buenos genes” tenía un pasado oscuro. Que no estaba tan lejos de esa obsesión nazi por la pureza, por clasificar, por decir quién merece vivir en la portada de la revista y quién no merece ni entrar al casting.

Y no es que Sydney Sweeney esté gritando “Heil” desde una pasarela. Pero hay símbolos que no necesitan ser explícitos para oler sospechoso. Hay palabras —como “raza”, “pureza”, “superioridad genética”— que no se pueden usar con guantes de seda. Y aunque ella solo posaba con unos jeans y una sonrisa que parecía sacada del algoritmo de Instagram, el mensaje que algunos recibieron fue otro: una rubia de ojos azules, con "grandes genes", celebrada como el ideal de lo aspiracional.

¿De verdad es tan difícil ver cómo eso puede incomodar?

Y la marca, American Eagle, feliz: subieron las ventas. Porque al capitalismo no le importa si estás a favor o en contra, mientras sigas comprando. Sydney, por su parte, hizo lo más inteligente posible: nada. Ni disculpas ni defensas. Que el algoritmo ruja, mientras ella se prepara para lanzar su línea de perfume con olor a nostalgia genética.

Pero a ver… Vamos a hacer una pregunta rara aquí…¿Y si el mensaje no estaba, pero igual llegó?

Hay algo perturbador en esta historia, más allá del chisme viral. Porque, en el fondo, habla de una sociedad donde el significado ya no depende del emisor, sino del eco. Donde una frase puede volverse espejo de lo que tememos, de lo que deseamos, de lo que sospechamos que nos están diciendo aunque no lo digan. Un juego de pareidolia semántica: vemos nazis en jeans y crímenes ideológicos en comerciales de shampoo.

Y sin embargo… ¿y si sí? ¿Y si alguien en el equipo creativo dijo: “esto va a hacer ruido”? ¿Y si no fue casualidad, sino cálculo? Porque las marcas ya no venden ropa. Venden pertenencia, afiliación, tribu. En un mundo donde lo blanco se siente amenazado, donde Trump pavonea su nostalgia como promesa, ¿de verdad es descabellado pensar que el mensaje estaba calibrado para resonar en ciertos públicos?

Del ADN a los algoritmos: el cuerpo como campo de batalla

Volvamos al deporte. Volvamos a esa mujer que llora porque la acusan de “no parecer mujer”. Porque es ahí, en los cuerpos, donde esta obsesión se vuelve concreta. ¿Qué es una mujer auténtica? ¿La que tiene ciertos cromosomas? ¿La que mide menos de cierta altura? ¿La que no corre más rápido que el promedio masculino?

Lo mismo aplica para la belleza: ¿quién decide qué cara representa los “buenos genes”? ¿Quién decide qué cuerpos deben ser aspiracionales? ¿Y por qué siempre se parecen tanto a las portadas de revistas de los años 50?

Cada campaña, cada comercial, cada mensaje que circula en nuestras pantallas no solo vende un producto: vende una idea. De belleza, de éxito. Y cuando esa idea se alinea demasiado con los viejos ideales de supremacía, aunque sea de manera sutil, es normal que algunos levanten la ceja.

Ahora, bueno, ¿Y si solo querías saber si esos jeans te hacen buen trasero?

Porque, claro, también puede ser que solo estés cansado. Que abras Instagram después del trabajo, veas a Sydney en sus jeans y digas: “Yo quiero verme así”. Y que no tengas ganas de pensar en nazis, ni en testosterona, ni en Pierre de Coubertin.

Pero incluso ese cansancio es político. Porque vivimos rodeados de mensajes, y el acto de no pensar en ellos también es una forma de aceptación.

Entonces, ¿qué hacemos? ¿Cancelamos todo? ¿Nos indignamos con cada frase ambigua? ¿Ignoramos todo y seguimos comprando como si nada?

La pregunta que queda no es si la campaña fue racista. Ni siquiera si fue torpe o calculada. La pregunta es: ¿Cuánto sentido puede cargar una frase antes de que se rompa? ¿Y qué dice de nosotros esa necesidad de buscar señales en todas partes, como si el mundo fuera una ouija publicitaria? Quizá el problema no son los jeans, ni los genes. Quizá el problema somos nosotros.

Con miedo de que el futuro no se parezca a lo que conocíamos. Con nostalgia de una pureza que nunca existió. Con ganas de gritar algo, lo que sea, para no sentirnos tan confundidos.

Sí. Así, entre eslóganes, tuits y cuerpos auditados, vamos cosiendo la tela de una identidad que no termina de acomodarnos.

Pero al menos ya sabemos que los jeans sí hacen buen trasero. El problema es todo lo demás.