En un mundo cada vez más interconectado y diverso, las creencias religiosas continúan siendo un pilar fundamental en la vida de millones de personas. Sin embargo, cuando estas creencias se transforman en una excusa para despreciar a los demás, pierden todo valor positivo y se convierten en un obstáculo tanto para quien las profesa como para la sociedad en su conjunto.
Si tus creencias religiosas te llevan a mirar con desdén a quienes no comparten tu fe, es momento de dejarlas atrás: no solo no te aportan nada verdaderamente bueno, sino que te ciegan ante el hecho de que los "demás" podrían salvarte la vida en innumerables formas y situaciones.
No todas las creencias religiosas son iguales, muchas sí promueven valores como la paz, el amor, la compasión, la tolerancia y el respeto mutuo, sirviendo como guías para una vida más plena y conectada.
Sin embargo, existen interpretaciones corruptas y dogmáticas que, lejos de unir, dividen. Estas son las que convierten la fe en una herramienta de superioridad moral, justificando el menosprecio hacia quienes piensan, creen o viven de manera diferente. Este tipo de creencias no solo son dañinas para las relaciones humanas, sino que también resultan inútiles, e incluso perjudiciales, para quien las sostiene.
Al despreciar a los demás, te aíslas, te encierras en una burbuja de arrogancia que te impide ver la riqueza de la diversidad y te priva de la posibilidad de aprender de otros. Peor aún, alimentas un entorno de hostilidad que, tarde o temprano, te pasará factura. Quien siembra odio a su alrededor, sólo podrá consechar su destrucción.
Si tus creencias te hacen sentir “superior”, pero a costa de rechazar a quienes te rodean, ¿qué beneficio real obtienes de ellas? La respuesta es simple: Ninguno.
El argumento más contundente para abandonar estas creencias excluyentes es, quizás, el más práctico. Las personas a las que hoy desprecias podrían ser las que mañana te salven. La vida es impredecible y está llena de situaciones en las que dependemos de los demás, sin importar sus creencias, su origen o su forma de ver el mundo.
En un accidente, una crisis o un momento de desesperación, la ayuda no llega con un cuestionario sobre fe o ideología, mucho menos de un “ser divino”. Pero un extraño sí puede tenderte una mano, un colega de otra religión puede ser tu apoyo, un profesional sin interés en lo espiritual puede devolverte la esperanza, como esta más que constatado.
Imagina un escenario cotidiano: Un médico que no comparte tu fe te atiende en una emergencia, un vecino que has ignorado por sus diferencias te auxilia en un accidente, o un desconocido te saca de un apuro sin pedir nada a cambio. La ironía es evidente.
Mientras tus creencias te animan a alejar a estas personas, la realidad demuestra que su presencia puede ser tu salvación. Si las mantienes solo para sentirte por encima de los demás, estás sacrificando una red de apoyo vital por una ilusión vacía.
Dejar atrás las creencias religiosas que fomentan el desprecio no significa renunciar a la espiritualidad o a la fe en su totalidad. Todo lo contrario. Significa reconocer que cualquier sistema de creencias que valga la pena debe enriquecer tu vida y la de quienes te rodean, no dividirla ni destruirla. La verdadera fortaleza de una creencia radica en su capacidad para inspirar empatía, humildad y conexión, no en su poder para condenar o excluir.
Si tus creencias te están convirtiendo en alguien que rechaza a otros, es hora de cuestionarlas profundamente. No se trata de un ataque a la religión, sino de una invitación a priorizar lo que realmente importa: La humanidad compartida. Porque, al final del día, lo que nos sostiene no son las ideas que nos separan, sino las personas que nos unen.
Si tus creencias religiosas hacen que desprecies a los demás, déjalas ir. No te ofrecen nada valioso, solo una falsa sensación de superioridad que se desmorona ante la primera prueba de la vida real.
En cambio, quienes te rodean, esos a los que quizás has mirado con desprecio, tienen el potencial de salvarte de mil formas distintas, en los momentos más inesperados.
La verdadera sabiduría o “santidad” no está en aferrarse a dogmas que dividen, sino en valorar a cada persona como un posible aliado, un posible salvador. Porque en este mundo incierto, la salvación no viene de las creencias que nos aíslan, sino de las manos que nos tienden los demás.
Ahí te la dejo de tarea.
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