Podcast: Budismo pop, sectas y Hesse: la espiritualidad en oferta

 


Lo leí en la adolescencia como se leen ciertas cosas: con hambre de respuestas. Siddhartha, de Hermann Hesse, llegó a mí en una edición empastada, portada amarilla, aroma a librería de viejo y subrayados que no eran míos. Lo abrí con la solemnidad con la que se abren los libros que uno cree que lo van a cambiar todo. Y sí: durante una semana me sentí iluminado, profundo, casi sabio. Luego se me pasó… pero algo quedó.

La escena que no he podido olvidar es la de Siddhartha, el protagonista, sentado junto al río, escuchando. No haciendo, no deseando, no gritando ni rezando. Solo escuchando. Para mí, un adolescente criado entre ruidos católicos, panfletos esotéricos y comerciales de televisión, la idea de que el agua te hablara sin palabras era más subversiva que todo el punk que escuchaba entonces.
¿Qué tenía ese libro que nos hacía sentir que habíamos entendido el sentido de la vida con poco más de 140 páginas?

Lo confieso: durante un tiempo fui insoportable. Citaba a Hesse como si fuera un gurú, usaba la palabra “nirvana” sin saber bien qué onda con eso, y le decía a mis amigos que el sufrimiento era una ilusión... justo antes de enojarme porque me dejaron plantado. El clásico iluminado de cafetería.
 
Pero no fui el único. Basta con mirar las redes: Siddhartha es uno de esos libros que aparecen cada tanto como prueba de que alguien “ya está en otro nivel”, como si el alma tuviera stages y Hesse fuera el mid-boss antes de Osho.

Pero la verdad es que Siddhartha no es budismo. Es Hesse.

Y Hesse, aunque lo olvidemos, era un señor suizo-alemán depresivo, europeo, medio snob y profundamente occidental.

Hijo de misioneros protestantes, criado entre dogmas y crisis de fe, Hesse fue siempre un escritor en fuga: de su familia, de Europa, del cristianismo, de la guerra, de sí mismo. Su viaje a la India no duró ni dos meses, y aunque se inspiró en textos budistas e hindúes, lo que hizo fue escribir una novela profundamente personal. Un bildungsroman, una de esas novelas que siguen al protagonista a lo largo de su vida, pero disfrazado de sabiduría oriental, donde lo que realmente se juega no es la iluminación, sino la soledad.

Porque Siddhartha no busca a Buda: huye de él. No sigue el camino de ningún gurú: los rechaza todos. Y lo que encuentra no es paz espiritual, sino algo más mundano, más sucio, más humano: una especie de resignación mística que, a fin de cuentas, se parece mucho a hacerse viejo sin pelearse tanto con uno mismo.

Entonces, ¿por qué insistimos en leer Siddhartha como si fuera un manual de meditación?

Tal vez porque necesitamos creer. No en Dios, quizás, pero sí en algo que nos salve de esta inercia moderna, de este scroll eterno y esta ansiedad sin nombre. Y Hesse, con su prosa limpia y sus frases redondas, nos da justo eso: la ilusión de que entender es sanar. Que basta con leer para transformarse. Que hay un orden secreto detrás de todo este caos si tan solo te sientas a mirar el río.

Pero no. Spoiler: no hay orden. El río no habla. O sí, pero con acento de uno mismo. Lo que Hesse nos ofrece no es un dogma, sino un espejo: Siddhartha eres tú, con tus dudas y tus contradicciones. Tú, que quieres ser libre pero te angustias si no contestan tu mensaje. Tú, que desprecias el dinero, pero te sientes mejor cuando cae la quincena. Tú, que has leído sobre el desapego mientras stalkeas a tu ex a las 3 de la mañana.

Hesse no era un maestro espiritual. Era un escritor profundamente jodido. Y por eso mismo, tan necesario.

En Demian, en El lobo estepario, en Narciso y Goldmundo, lo que Hesse nos lanza no son respuestas, sino heridas. Y eso es lo más budista que hizo jamás. Porque, a fin de cuentas, el Buda no prometió soluciones, sino un modo de mirar el dolor sin huir. Hesse, en su laberinto emocional, logró lo mismo. Solo que con personajes que fuman, que lloran, que fracasan… y que, a veces, como tú y como yo, se sientan a escuchar el agua aunque no entiendan lo que dice.