Llueve en Roma. Llueve como llovía aquel 27 de marzo de
2020, cuando un anciano de blanco, encorvado por los años y los silencios,
caminó solo bajo el aguacero por la Plaza de San Pedro. Fue una imagen que se
incrustó en la memoria colectiva como pocas: el Papa Francisco en un mundo
vacío, desolado por la pandemia, implorando a un dios ausente frente a cámaras
encendidas, como si la fe pudiera transmitirse por streaming. Aquella noche,
millones sintieron algo parecido a lo sagrado, pero no necesariamente a lo
divino. Fue el momento justo en el que muchos entendieron —aunque no lo dijeran
en voz alta— que el poder de la religión es simbólico, profundamente humano. No
hay dioses verdaderos ni falsos. Solo hay hombres que creen. Y hombres que no.
Hoy, 21 de abril de 2025, la noticia corre por todos los
medios: ha muerto Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco. El primer pontífice
latinoamericano, el jesuita que quiso cambiar el tono de la Iglesia sin romper
su partitura, el pastor que hablaba de puentes en un mundo lleno de muros. Su
muerte ocurre en un contexto tenso, casi apocalíptico: el avance de la
ultraderecha en Europa, el colapso climático en marcha, las guerras de religión
que ya no se libran con espadas, sino con algoritmos y noticias falsas.
Francisco fue, para muchos, una bocanada de aire fresco. Un
Papa que habló en español rioplatense y entendía que el mundo no se divide
entre salvados y condenados. “Los ateos son buenas personas si hacen el bien”,
dijo en 2013. Y lo dijo sin rodeos, ante la prensa internacional, en un gesto
que incomodó tanto a cardenales conservadores como a fanáticos laicos. Su
pontificado no fue un intento de convertir a todos, sino de recordarnos que no
todos tienen que creer igual para vivir con dignidad.
Pero también fue un Papa lleno de contradicciones. En su
esfuerzo por conciliar y “no hacer olas”, descuidó —o evitó— denunciar con
fuerza los atropellos contra católicos en Nicaragua, donde Daniel Ortegaconvirtió templos en trincheras del miedo; en Corea del Norte, donde sercristiano equivale a recibir cadena perpetua en campos de trabajo; en India,
donde los ataques a iglesias por extremistas hindúes han aumentado. Mientras
alzaba la voz por el Amazonas y por los migrantes, su silencio ante otras injusticias
dolía. Y no solo a sus víctimas, también a quienes esperaban coherencia.
En las entrañas del Vaticano, su muerte ya ha desatado movimientos tectónicos. La Curia Romana —ese Estado dentro del Estado— se divide entre quienes quieren continuar su apertura y quienes ansían una restauración. Hay quienes sueñan con un nuevo Juan Pablo II, firme y ortodoxo, mientras otros temen que un nuevo pontífice más conservador cierre las puertas que Francisco apenas logró entreabrir.
No es solo una disputa religiosa. La Iglesia Católica sigue
siendo una fuerza política mundial. ¿Quién ocupará su lugar en este tablero
global donde la fe es moneda, poder, símbolo? ¿Será alguien capaz de sostener
el diálogo con los no creyentes, con los musulmanes, con las mujeres, con los
excluidos? ¿O volverán los tiempos de los dogmas inquebrantables, los castigos
y los muros?
En medio de esta incertidumbre, hay otra pregunta más
urgente: ¿sirve aún el Papa como figura moral global, como guía en este siglo
de algoritmos, tribalismo digital y teorías de conspiración? Cuando millones
creen más en una cadena de WhatsApp que en una encíclica papal, ¿qué sentido
tiene la palabra “infalibilidad”?
No se puede negar que Francisco intentó humanizar la
Iglesia. Y lo logró en parte. Habló de ternura, de pobreza, de fraternidad.
Pero su legado no está escrito en piedra. Está escrito en papel mojado, como
aquel que sostenía en sus manos bajo la lluvia, solo, en una plaza vacía. Una
imagen que nos recuerda, con dolorosa belleza, que al final todos los tronos
son temporales. Incluso los de Dios.
Hoy el mundo ha perdido a un Papa. Algunos dirán que fue
demasiado tibio. Otros que fue valiente. Tal vez ambos tengan razón. Pero al
margen de lo que cada quien crea, o deje de creer, la pregunta que deja su
muerte es otra, más íntima, más personal:
¿Quién sostendrá la vela cuando la fe se apague, y aún así
necesitemos luz?