Mario Vargas Llosa: el hereje ilustrado


Pocos intelectuales del siglo XX se atrevieron tanto, tan seguido y con tan pocas ganas de disculparse. Mario Vargas Llosa no solo escribió novelas monumentales: escribió contra el poder, incluso —y sobre todo— cuando ese poder vestía de izquierda. Fue un autor incómodo para dictadores, presidentes populistas, críticos tibios y compañeros de ruta que nunca le perdonaron abandonar la ortodoxia revolucionaria para abrazar el liberalismo político con convicción religiosa.

Y sí: fue un converso. Pero de esos que no callan. De los que, al cambiar de trinchera, se llevan la artillería consigo.

Vargas Llosa no nació ateo, pero se hizo descreído a golpes de realidad. La religión, que en su infancia peruana estaba en el aire, en los rezos de la abuela, en los ritos de la escuela, pronto le pareció un lenguaje de consuelo, no de verdad. Y la verdad —esa obsesión suya— no admite mitologías fáciles. 

Y es que para Vargas Llosa, el liberalismo no fue solo una ideología política: fue una ética narrativa. La libertad —de pensamiento, de expresión, de crítica— era el principio rector no solo de su acción pública, sino de su literatura. Desde Conversación en La Catedral hasta La guerra del fin del mundo, sus personajes son criaturas arrojadas a sistemas opresivos: políticos, religiosos, sexuales, militares. Sus novelas, aunque densas, siempre están electrizadas por una tensión constante entre el deseo individual y el aparato que quiere domesticarlo.

No fue un autor neutral. Fue un provocador racionalista, con una pluma afilada como bisturí, que no perdonaba el delirio autoritario viniera de donde viniera. Por eso combatió a Fidel Castro con la misma saña con la que años antes había combatido al franquismo. Por eso defendió a Salman Rushdie cuando muchos miraban al suelo. Por eso se peleó con medio mundo progresista cuando abrazó sin matices el libre mercado y la democracia liberal, como si fueran el evangelio perdido de Occidente.

En los ochenta, en plena euforia sandinista, Vargas Llosa cruzó la línea y se volvió un hereje para la izquierda latinoamericana. Criticó al régimen de Ortega, denunció la represión, cuestionó el culto al líder. Lo tildaron de traidor, de burgués, de vendido al imperio. Él respondió con un libro: Contra viento y marea, una defensa apasionada del pensamiento libre frente a las verdades reveladas.

La frase que incendió México

Corría 1990. El PRI llevaba más de seis décadas en el poder, dominando con una mezcla de paternalismo, simulación y cooptación a todo aquel que se moviera demasiado rápido o hablara demasiado fuerte. La transición democrática era una promesa lejana, algo que se invocaba en discursos, pero que aún no se encarnaba en instituciones reales. En ese contexto, Mario Vargas Llosa cometió un acto de insolencia histórica: le dijo al país lo que muchos pensaban en voz baja, pero nadie se atrevía a gritar frente a las cámaras.

Fue en una emisión del programa La mesa redonda, organizado por Televisa. Estaban ahí Octavio Paz, Enrique Krauze, Héctor Aguilar Camín y otros nombres ilustres del círculo intelectual mexicano. Vargas Llosa, sin alzar la voz, soltó una frase que estalló como un petardo en una sala de espejos:

“México es la dictadura perfecta.”

El silencio fue inmediato. No era solo una provocación: era una disección quirúrgica del régimen. Vargas Llosa explicó que, a diferencia de las dictaduras burdas del Cono Sur, el sistema mexicano había logrado algo mucho más refinado: conservar todas las apariencias de una democracia —Congreso, elecciones, medios de comunicación, Corte Suprema— mientras operaba como una maquinaria unipartidista que anulaba cualquier posibilidad real de alternancia o disidencia. Era, dijo, “una dictadura con fachada democrática”.

Octavio Paz, herido en su amor propio nacionalista, reaccionó con visible incomodidad. Aunque también había sido crítico del PRI, no estaba dispuesto a tolerar que un extranjero —aunque fuera un Premio Nobel en ciernes— viniera a ventilar los trapos sucios de la familia. La amistad entre ambos, que venía de años atrás, nunca volvió a ser la misma. El establishment cultural mexicano se dividió entre quienes aplaudían el coraje del peruano y quienes lo acusaban de simplista, ingrato o sensacionalista.

Pero lo cierto es que la frase sobrevivió al escándalo. Quedó grabada en la memoria pública como una sentencia lapidaria y profética. La “dictadura perfecta” fue desmontándose en cámara lenta durante la década siguiente, hasta que en el año 2000 el PRI perdió por primera vez una elección presidencial.

Vargas Llosa, que siempre fue mejor profeta que diplomático, volvió a demostrar que su literatura no era solo un ejercicio estético, sino un espacio desde el cual observar, intervenir y decir lo indecible. Como todo buen hereje, encendió fuegos necesarios. Y a veces —como en México— lo hizo con una sola frase.

Un laico sin templos

Vargas Llosa no necesitó religión para encontrar propósito, ni dogmas para saber qué defender. Creía en los derechos individuales, en la literatura como refugio y catarsis, y en el Estado laico como garantía mínima de civilidad. Defendía el aborto, el matrimonio igualitario, la eutanasia. Y aunque fue contradictorio —apoyó candidatos cuestionables y nunca ocultó su elitismo cultural—, su brújula ética apuntaba siempre a lo mismo: la defensa del individuo frente a las ficciones colectivas.

Ha muerto, la tentación de canonizarlo es grande. Pero Vargas Llosa no merece una estatua: merece ser leído como lo que fue —un guerrero solitario del pensamiento, tan incómodo como necesario. Un librepensador sin patria ideológica. Un laico sin templos. Un hereje con fe en la palabra.