El Ángel de las Llantitas y el Pastor del TikTok: una crónica desde el camellón donde se inventó el infierno

 


Unos cuernos hechos con llantas de bicicleta pintadas color hueso sobresalen de la cabeza de un ser negro que mira al norte. Empuña un hacha. Tiene garras. Adopta una pose dramática, como de portada de disco de heavy metal. A su lado, otra figura más baja, de tono metálico, con alas abiertas y el brazo derecho extendido, sostiene una corona de olivo. Están ahí, inmóviles, a plena luz del día, como si hubieran salido de un sueño oxidado en medio de Iztapalapa.

Un pastor evangélico pasa frente a ellas, enciende su cámara y empieza a hablar con voz segura: “Estamos aquí, en la Línea 12, donde el metro se cayó. Y en vez de consagrar a Dios esta línea, la han consagrado al demonio, Vean cómo la izquierda ha llenado estas calles con imágenes del diablo. Es el Ángel de la Muerte... y más adelante está Belzebú”.

El video se viralizó como si el mismísimo diablo le hubiera invertido en pautas publicitarias. TikTok lo abrazó con los brazos de la desinformación: miles de vistas, cientos de comentarios, muchos de ellos mezclando Biblia con teorías de conspiración baratas y un odio inexplicable hacia el reciclaje y cualquier cosa que huela a "liberal".

La historia real, sin embargo, es menos apocalíptica y más humana.

Fuimos a buscar las esculturas. Están en la avenida Tláhuac, sí, pero a cuatro kilómetros de donde colapsó la línea 12. Lo primero que notamos es que están justo frente a una vulcanizadora. No tienen placa, ni nombre, ni propaganda política. Están clavadas al suelo con varillas y puro ingenio. En cuanto preguntamos por su origen, una señora nos señala con la ceja: “Es de la llantera, ahí está, salúdelo, siempre está creando cosas”.

Y sí. Ahí estaba. No más de cincuenta años, piel curtida, manos con la historia de muchos años entre grasa y calor. Nos cuenta, con pena pero con orgullo, que las hizo en sus ratos libres. Que no son demonios. Que no son ángeles. Que ni siquiera tienen nombre. “Son nomás figuras, una figura alada, un minotauro... para que no se vea feo el camellón. Mire, esa llanta llevaba diez años ahí tirada. Le di otra vida.”

El pastor nunca preguntó. Nunca tocó la puerta. Nunca bajó del púlpito. Solo señaló, condenó y se fue. Como si estuviera haciendo un casting para el Apocalipsis en plena hora pico.

@viva.cristo.rey.v5

Consagran la línea 12 a Satanás: fuera la izquierda

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En México, el arte callejero siempre ha sido sospechoso. Si es colorido, es propaganda. Si es raro, es satánico. Si está hecho por un vecino sin título, es basura. No importa que el país entero esté construido sobre la creatividad improvisada de millones que hacen milagros con lo que otros tiran. Seguimos cargando con una cruz colonial que nos hace dudar de todo lo que no venga con un sello oficial o una bendición.

¿Desde cuándo tenemos que pedirle permiso a Dios para soldar una idea? ¿Por qué el arte callejero molesta más que las banquetas rotas, el narcomenudeo o los carteles religiosos en oficinas públicas? ¿Y cuántas cosas bellas hemos destruido por confundir ignorancia con fe?
 
El Minotauro.


“Me da miedo que lo vandalicen”, nos dijo. “O que la delegación venga y me multe... como si hiciera daño”.

Uno se queda mirando su escultura. Esa mezcla de Mad Max con arte popular. Y no ve a Belzebú. Ve a un hombre que transforma el abandono en ornamento. Ve una señal de vida, no de muerte. Como un corazón que late con gasolina en lugar de sangre.

Y uno se pregunta —mientras TikTok sigue girando— si el verdadero demonio no es ese ser de metal... sino el impulso de juzgar antes de preguntar, de condenar antes de escuchar, de viralizar sin verificar.

Quizá el infierno no está en Iztapalapa.
Quizá el infierno... es un algoritmo.

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