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La primera vez que oí hablar de Nostradamus no me había salido ni la primera espinilla, y lo que sí me brotó, como sarpullido, fue el miedo. Me dijeron —con ese tono solemne con el que los adultos arruinan la infancia— que el mundo se iba a acabar en 2025. Hice cuentas con los dedos: me quedaban 24 años. Me pregunté si me alcanzaría el tiempo para casarme, tener hijos, o por lo menos terminar la secundaria sin que una bola de fuego nos cayera encima.
Hoy, a poco más de un año de esa fecha fatídica, sigo aquí: casado, con deudas, y viendo cómo TikTok reemplaza al Apocalipsis según San Juan. El fin del mundo llegó, sí, pero en forma de algoritmo.
Hay algo profundamente humano en querer saber qué va a pasar. Nos gusta que el futuro tenga sentido, que la historia tenga un arco narrativo, como si la vida real pudiera editarse como una serie de Netflix. Y en eso, Nostradamus fue pionero: un influencer adelantado a su tiempo, que aprendió a vestir la incertidumbre con túnicas y metáforas.
Michel de Nostredame, su nombre real, fue un médico que vivió entre guerras, pestes y crisis religiosas. No es casualidad que alguien como él haya florecido en ese caldo de cultivo. El siglo XVI era, como el nuestro, una época de ansiedad colectiva. La imprenta era el equivalente al Twitter de la época: por primera vez, las ideas podían viralizarse a gran velocidad. Nostradamus entendió que lo importante no era decir la verdad, sino decir algo que resonara.
¿De verdad predijo cosas como la Revolución Francesa o el ascenso de Hitler? Bueno, sí… y no. Las cuartetas que se le atribuyen suelen estar tan abiertas a interpretación que podrías usarlas para describir desde el final de una relación hasta una invasión alienígena. Cito una:
¿Hitler? ¿O simplemente un cantante pop de Liverpool? Lo que sorprende no es que parezca que acertó, sino que la gente quiera tanto que haya acertado. Como si nos diera consuelo pensar que alguien *ya sabía*, que hay un plan, que el caos tiene estructura.
El historiador Dan Jones lo dijo con mordacidad académica: Nostradamus fue “las redes sociales de su tiempo”. Sus escritos eran virales porque eran vagas. Su mérito, en todo caso, no fue ver el futuro, sino entender el presente y disfrazarlo de profecía. Lo suyo no era clarividencia; era branding.
Lo más triste —o lo más gracioso, según el humor con el que uno despierte— es que hoy hacemos lo mismo. Cada vez que ocurre una tragedia global, un atentado, una pandemia, alguien desempolva alguna cuarteta del viejo Michel o inventa una nueva con estilo pseudo-renacentista y la lanza a Twitter. Y ahí vamos, como palomas tras las migas del destino, a compartirla. A creer. A buscar sentido donde hay ambigüedad.
Uno pensaría que después de siglos de pseudoprofecías, ya habríamos aprendido. Pero, seamos honestos: no es solo Nostradamus. Nos encanta que alguien nos diga lo que va a pasar. Basta ver a los “gurús de las criptomonedas”, los “estrategas políticos” en YouTube o a los “videntes del algoritmo”. Nostradamus no murió: mutó en influencer. Hoy viste de mezclilla y usa hashtags, pero sigue diciéndonos, con voz profunda y ojos entrecerrados, que sabe lo que viene. Y nosotros, siempre nosotros, preferimos creer que la historia tiene sentido que aceptar que, a veces, todo es puro azar y malas decisiones.
Hoy, a poco más de un año de esa fecha fatídica, sigo aquí: casado, con deudas, y viendo cómo TikTok reemplaza al Apocalipsis según San Juan. El fin del mundo llegó, sí, pero en forma de algoritmo.
Hay algo profundamente humano en querer saber qué va a pasar. Nos gusta que el futuro tenga sentido, que la historia tenga un arco narrativo, como si la vida real pudiera editarse como una serie de Netflix. Y en eso, Nostradamus fue pionero: un influencer adelantado a su tiempo, que aprendió a vestir la incertidumbre con túnicas y metáforas.
Michel de Nostredame, su nombre real, fue un médico que vivió entre guerras, pestes y crisis religiosas. No es casualidad que alguien como él haya florecido en ese caldo de cultivo. El siglo XVI era, como el nuestro, una época de ansiedad colectiva. La imprenta era el equivalente al Twitter de la época: por primera vez, las ideas podían viralizarse a gran velocidad. Nostradamus entendió que lo importante no era decir la verdad, sino decir algo que resonara.
¿De verdad predijo cosas como la Revolución Francesa o el ascenso de Hitler? Bueno, sí… y no. Las cuartetas que se le atribuyen suelen estar tan abiertas a interpretación que podrías usarlas para describir desde el final de una relación hasta una invasión alienígena. Cito una:
“De lo más profundo del Occidente de Europa,
nacerá un niño de pobres gentes,
que por su lengua seducirá a una gran tropa;
su fama crecerá en el reino de Oriente.”
¿Hitler? ¿O simplemente un cantante pop de Liverpool? Lo que sorprende no es que parezca que acertó, sino que la gente quiera tanto que haya acertado. Como si nos diera consuelo pensar que alguien *ya sabía*, que hay un plan, que el caos tiene estructura.
El historiador Dan Jones lo dijo con mordacidad académica: Nostradamus fue “las redes sociales de su tiempo”. Sus escritos eran virales porque eran vagas. Su mérito, en todo caso, no fue ver el futuro, sino entender el presente y disfrazarlo de profecía. Lo suyo no era clarividencia; era branding.
Lo más triste —o lo más gracioso, según el humor con el que uno despierte— es que hoy hacemos lo mismo. Cada vez que ocurre una tragedia global, un atentado, una pandemia, alguien desempolva alguna cuarteta del viejo Michel o inventa una nueva con estilo pseudo-renacentista y la lanza a Twitter. Y ahí vamos, como palomas tras las migas del destino, a compartirla. A creer. A buscar sentido donde hay ambigüedad.
Uno pensaría que después de siglos de pseudoprofecías, ya habríamos aprendido. Pero, seamos honestos: no es solo Nostradamus. Nos encanta que alguien nos diga lo que va a pasar. Basta ver a los “gurús de las criptomonedas”, los “estrategas políticos” en YouTube o a los “videntes del algoritmo”. Nostradamus no murió: mutó en influencer. Hoy viste de mezclilla y usa hashtags, pero sigue diciéndonos, con voz profunda y ojos entrecerrados, que sabe lo que viene. Y nosotros, siempre nosotros, preferimos creer que la historia tiene sentido que aceptar que, a veces, todo es puro azar y malas decisiones.
¿Entonces era un farsante? Tal vez. ¿Un poeta que encontró en la ambigüedad una herramienta de poder? También. ¿Un tipo que, como todos nosotros, trataba de entender el caos con las herramientas que tenía? Probablemente.
Lo inquietante es darnos cuenta de que, con toda nuestra ciencia, datos y tecnología, seguimos buscando Nostradamus. O, peor aún: seguimos "siendo" Nostradamus. Nos gusta compartir información incompleta, interpretaciones forzadas, titulares apocalípticos. Lo hacemos por miedo, por morbo o por el placer que da decir “yo ya lo sabía”. Y en eso, Nostradamus fue menos profeta que espejo.
Quizás la pregunta no es si él predijo el futuro, sino si nosotros estamos listos para vivir sin profetas.
O, por decirlo de otro modo: ¿qué tanto de Nostradamus sobrevive en cada retuit que hacemos sin verificar, en cada “ya lo había dicho” después de una tragedia, en cada horóscopo que leemos esperando guiarnos por algo más que el azar?
Mañana al amanecer —como decía la leyenda de su última predicción— él ya no estará. Pero nosotros seguiremos buscando signos en el cielo, en los números, en las palabras de un desconocido. Y quizá, al final, eso es lo más humano que podemos hacer.
¿Quién necesita profecías… cuando ya tenemos notificaciones?
Lo inquietante es darnos cuenta de que, con toda nuestra ciencia, datos y tecnología, seguimos buscando Nostradamus. O, peor aún: seguimos "siendo" Nostradamus. Nos gusta compartir información incompleta, interpretaciones forzadas, titulares apocalípticos. Lo hacemos por miedo, por morbo o por el placer que da decir “yo ya lo sabía”. Y en eso, Nostradamus fue menos profeta que espejo.
Quizás la pregunta no es si él predijo el futuro, sino si nosotros estamos listos para vivir sin profetas.
O, por decirlo de otro modo: ¿qué tanto de Nostradamus sobrevive en cada retuit que hacemos sin verificar, en cada “ya lo había dicho” después de una tragedia, en cada horóscopo que leemos esperando guiarnos por algo más que el azar?
Mañana al amanecer —como decía la leyenda de su última predicción— él ya no estará. Pero nosotros seguiremos buscando signos en el cielo, en los números, en las palabras de un desconocido. Y quizá, al final, eso es lo más humano que podemos hacer.
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