El milagro de ser humano: El legado espiritual de José Mujica (Sin dogmas, sin templo, solo fe en la vida)

 



Algunos hombres mueren en silencio. Otros hacen que el mundo se detenga por un instante. El día que José “Pepe” Mujica murió, no sé si todos quienes lloraron, lo hicieron por él o por lo que se fue con él: esa obstinada, hermosa idea de que se puede ser decente en el poder. No tardaron en aparecer fotografías con su imagen rodeado de perros, flores y mate, como si fuera el San Francisco de Asís de la izquierda latinoamericana. Pero Mujica no era ningún santo. Era un ateo declarado. Y, sin embargo, hablaba de la vida con una devoción que muchos sacerdotes envidiarían.

“No tengo religión, pero soy casi panteísta; admiro la naturaleza”, dijo alguna vez a la BBC, con esa sonrisa gastada por la cárcel y el campo. Como quien habla de una vieja amante con la que ya no se acuesta, pero a la que sigue visitando en sueños.

A Mujica lo conocí, como casi todos, por sus frases. Esas sentencias lapidarias que parecen dictadas por un sabio campesino medio budista, medio borracho. Pero lo vi por primera vez en un documental en el que salía alimentando gallinas con una camisa manchada y las botas llenas de barro. Y ahí fue cuando me cayó el veinte: este cabrón no estaba actuando. No era marketing político. Era un tipo que hablaba como sembraba: con lentitud, con tierra bajo las uñas, con la convicción de que las palabras también germinan.

Cuando dijo que la religión no era lo suyo, los puristas se escandalizaron. ¿Cómo alguien tan querido podía ser ateo? ¿Cómo alguien tan sabio podía vivir sin Dios? La respuesta, creo, está en cómo vivía: con lo mínimo, con lo justo, con lo humano.
 


En Uruguay, un país que legalizó el aborto, la marihuana y el matrimonio igualitario antes que muchos europeos, Mujica encarnó el tipo de líder que parecía más filósofo de sobremesa que estadista. Pero no nos confundamos: su ateísmo no era una bandera, era una consecuencia. No creía porque la guerra, la prisión, la tortura y la pobreza ya le habían mostrado todos los infiernos posibles.

La religión, en muchos países latinoamericanos, es parte del mobiliario cultural. Está en las canciones, en los refranes, en la manera de hablarle a la muerte. Mujica no rompía con eso desde el desprecio, sino desde la humildad. No negó la espiritualidad; solo la despojó de dogmas. Su panteísmo era una forma de rendirse ante lo inexplicable sin necesidad de inventarse un vigilante cósmico.

Hay algo profundamente espiritual —aunque paradójico— en ese tipo de ateísmo: el que no se cree superior por no creer, sino que simplemente ha encontrado otra forma de veneración. La naturaleza, decía Mujica, es su templo. Y vaya que lo era: vivía en una granja, dormía con sus perros, y prefería las plantas a los guardaespaldas.

Claro que no faltan los críticos: los que dicen que era un populista con buenos modales, que sus políticas económicas fueron tibias, que el mito superó al hombre. Y algo de eso hay. Pero también hay que preguntarse: ¿cuántos presidentes se han negado a mudarse al palacio presidencial porque prefieren su casita humilde? ¿Cuántos donan el 90% de su sueldo sin que se les note la pose?

Yo no quiero un líder perfecto. Los líderes “perfectos” suelen venir con uniforme, bandera y una foto colgada en la pared, como si la santidad se pudiera colgar en una parde con buena iluminación. No, gracias. Prefiero a los que dudan, a los que se equivocan en voz alta, a los que te hacen pensar aunque no estés de acuerdo con ellos.

En un mundo donde los políticos se juran enviados de Dios y luego desaparecen con el diezmo, Mujica era el hereje necesario. Nos recordó que la fe no tiene que ver con lo que decimos que creemos, sino con cómo tratamos al otro, cómo cuidamos el mundo, cómo nos paramos frente a la muerte.

Porque Mujica ya murió, sí. Pero también vive. En la idea de que la política puede oler a tierra mojada y no a perfume caro. En la noción de que se puede ser ateo sin ser cínico, escéptico sin ser amargado, pobre sin ser miserable.

Hoy me viene a la cabeza una pregunta que no sé responder del todo:

¿Y si creer en la vida, con todo lo que duele, es también una forma de tener fe?

Tal vez Mujica no creía en Dios, pero creía en los árboles. Y en este mundo, tan lleno de templos vacíos y bosques talados, eso ya es casi un milagro.